LA CARICIA, ESE LENGUAJE DEL BIENESTAR
Fernando Villadangos
Nuestro entorno social y cultural es el marco donde aprendemos desde niños a vivir la sexualidad, a relacionarnos con nuestro propio cuerpo, y a establecer relaciones con otras personas de una determinada manera.
Vamos a intentar, desde este artículo, hacer un repaso cronológico, desde el momento del nacimiento hasta el momento en que nos podemos considerar como personas “adultas”, del cómo vamos aprendiendo, poco a poco, a vivir la sexualidad, a relacionarnos con nuestro propio cuerpo, a sentirlo y a disfrutarlo, a atrevernos a no a gozar de unas relaciones satisfactorias con otras personas y de una determinada manera, fruto del contexto social y cultural en el que nos encontramos.
Para ello podemos servirnos, a modo de hilo conductor, de la vivencia de la caricia. Cómo va variando desde que somos niños y nos vamos socializando, la manera en que entendemos (o nos van haciendo entender) esa vía de comunicación tan primaria entre las personas, como lo es el contacto corporal, el contacto piel a piel.
En principio un bebé no va a diferenciar entre el hecho de que “le acaricien”, lo cojan en brazos, lo arrullen, lo toquen, lo mezan…de la vida misma. En otras palabras, para un recién nacido, el contacto corporal es tan vital como el mismo oxígeno para sobrevivir. Si éste le faltara, podría presentar graves trastornos en su desarrollo o incluso llegar a morir.
Son conocidas las investigaciones de René Spitz a principios de siglo en orfanatos británicos, en torno a la causa de la enorme mortandad de bebés en establecimientos de este tipo. Quedó demostrado que uno de cada tres bebés moría antes de alcanzar el año de edad por falta de lo que podríamos llamar “alimento táctil”. Se trataba en todas las ocasiones de niños y niñas bien cuidados en cuanto a higiene, calor y alimentación se refiere. Pero a los que les faltaba ese contacto piel a piel, esa atención y juego corporal que, en mayor o menor medida, los que hemos crecido en un ambiente familiar convencional, hemos tenido. Y que de una enfermera a cargo de diez criaturas no les podía dar.
Está demostrado que la estimulación corporal, durante este primer año de vida, envía potentes señales que estimulan el cerebro y que a su vez activan respuestas de crecimiento y de bienestar en el niño. Garantizando, por tanto, su saludable desarrollo.
Este ejemplo puede servirnos para constatar que la caricia, aparte de ser una forma de comunicación primaria, necesaria para el bienestar de la persona y su sentimiento de seguridad, es así mismo indispensable para el adecuado desarrollo físico y psíquico de toda persona.
La forma en que la vivamos durante nuestros primeros años puede llegar a determinar, fuertemente, cómo la vayamos a vivir en el futuro.
Si observamos lo que sucede habitualmente en el contexto familiar, podemos observar algo muy significativo: los padres o educadores, a medida que el niño o niña va creciendo y deja de ser un bebé van a ir restringiéndole progresivamente estas caricias, dejando de darles tanta atención y juego corporal, de bañarlos y vestirlos, de cogerlos como antes, de mimarlos corporalmente.
Es como si, a medida que nos hacemos mayores y vamos aprendiendo a valernos por nosotros mismos, no necesitemos ya del calor y bienestar producido por la proximidad física de las personas que nos quieren y a las que queremos. Como si el contacto corporal no fuera ya necesario para nosotros.
Los niños comienzan muy pronto a recibir mensajes prohibitivos con respecto a su impulso natural a tocar, a explorar y conocerse a sí mismos y su entorno, a manifestarse espontáneamente. “No te toques” y “no toques a los otros”, van a ser dos mensajes grabados a fuego ya desde los primeros años de nuestra vida.
Estas prohibiciones, procedentes de las personas queridas, que son los padres, van a influir de forma importante en la idea que el niño o l aniña se van haciendo de su cuerpo, de las relaciones entre las personas y de lo adecuado o inadecuado de su comportamiento.
Aquí es donde comenzamos a desconfiar de nuestro propio cuerpo y a avergonzarnos de lo que sentimos. Una fuerte sensación de indecencia invade todo lo relacionado a lo corporal, a la necesidad de cercanía física con otras personas o a la expresión espontánea de nuestros sentimientos.
La caricia, la “necesidad de piel” de la que antes hablábamos, empieza a perder su sentido de comunicación y bienestar, para comenzar a significar miedo, agresión, pecado o vergüenza.
Llegamos así a la etapa de la adolescencia, pagando y a un alto precio por esta educación prohibitiva: fuertes sentimientos de culpa y vergüenza en torno al cuerpo y la sexualidad; el impulso natural a tocar y sentir a otras personas, si está fuertemente reprimido, puede transformarse en un impulso a fastidiar, a buscar contacto o atención de una forma inadecuada o agresiva (peleas, lucha corporal o la típica imagen del adolescente conflictivo), en una búsqueda de ese contacto que es negado en una forma positiva y que es tan necesario. Es lo que en Análisis Transaccional se conoce como “caricia negativa”.
Así, estamos creando lo que podemos llamar el “adulto carencial”, desnutrido afectiva y corporalmente, ya que la realidad continúa siendo que, en todas las etapas de nuestra vida, seguimos necesitando para estar bien, de la caricia, del contacto corporal y de una vivencia satisfactoria de nuestras relaciones con otras personas.
Si añadimos a esto que hemos apuntado más arriba, que el modelo de sexualidad de la calle se reduce a poco más que lo genital y a la penetración, podemos ir completando el “triste cuadro general” donde se dan las relaciones afectivas y sexuales entre las personas en nuestro contexto actual.
No es de extrañar, en consecuencia, que la incomunicación, la desconfianza, las relaciones de poder y la agresión sean muchas veces, la tónica general y constituyan desgraciadamente, una de las quejas más frecuentes con que nos encontramos hoy en día en esta área.
Si no nos damos cuenta de este proceso educativo-represivo con respecto al cuerpo y a la vivencia de unas relaciones positivas, no-agresivas y placenteras entre las personas, no podremos hacer mucho por transformarlo ya que, en principio, hemos perdido el sentido de algunas claves importantes que podrían ayudarnos a recuperarlas, y que aquí estamos analizando.
Siguiendo con la caricia, ya en el adulto, ésta queda reducida a un mero “preliminar”, a un medio para llegar a la cama o bien a “una habilidad” para “hacerlo bien”, al estilo del último fascículo aparecido en la Televisión. Se la ha despojado del valor original que tenía en sí misma. Su meta ya no es el disfrute del momento, de la sensación del instante en que sucede, del milímetro de piel que está sensibilizándose…sin mayor pretensión que el placer que la misma caricia produce, sin finalidades ni obligaciones, sin la ansiedad de “tener que cumplir” con un programa prefijado o hacer determinadas cosas, sin tanto campo de ansiedad.
Podemos decir que, en un triste recuerdo de su infancia, un hombre o una mujer adultos, no tocan, no acarician.
Estamos viviendo nuestras relaciones afectivas y sexuales desde modelos externos a la persona, muchas veces agresivos con lo que realmente podría hacernos sentir bien. Modelos que nos limitan, prohíben, normalizan, deciden qué nos debe gustar y qué no, qué es normal y qué patológico, adecuado o inadecuado…y se trata de modelos que muy pocas veces cuestionamos.
Y en sexualidad no hay nada normal o anormal, no hay conductas sanas y conductas patológicas, prácticas adecuadas o inadecuadas. Podemos decir que cualquier práctica sexual, fantasía, pensamiento o deseo pueden ser válidos para la persona siempre y cuando los viva bien y no los imponga a nadie en contra de su voluntad. Este sería el único límite que deberíamos dejar bien claro: todo vale si no es impuesto.
De alguna manera, lo que estamos planteando es la necesidad de un cambio profundo en las actitudes sexuales de la persona. Si pensamos que realmente merece la pena vivir el encuentro sexual como una oportunidad de bienestar, un intercambio de placer entre personas sensibles mutuamente, y no una guerra donde los miedos y las obligaciones nos conducen muchas veces a un alto nivel de frustración…si estamos cansados de enfrentar el encuentro sexual como auténticas “olimpíadas sexuales” donde la mayor preocupación no consiste en disfrutar sino en conseguir muchos orgasmos…entonces podemos comenzar a cambiar todo esto.
Una buena idea podría ser comenzar por recuperar lo perdido. Reaprender a vivir nuestro cuerpo como un aliado, la caricia como algo valioso en sí mismo, sin prisas (no hay que apagar ningún incendio), intentando mantenernos en contacto con nuestros sentimientos y sensaciones; creando mayores espacios para el diálogo, otra persona, ya que podemos ser tan distintos en cuanto a ritmos, necesidades, preferencias…
Intentarlo es haber comenzado a conseguirlo. Y merece la pena. Todos tenemos, mujeres y hombres, mucho que ganar con este esfuerzo.